DON
JULIO CONTRERAS
Quién por estos días transita por la calle Moreno, la calle del
cementerio o en el argot pueblerino de antaño, pa lao de Toledo, como
una elíptica referencia al viaje definitivo, se topa al final del
recorrido, con la moderna urbanización que precede al ingreso en la
necrópolis local, ámbito en continua expansión que está llegando casi hasta
la cercana ruta que conduce a Weisburd.
Ubicados en ese punto geográfico, hacia el lado izquierdo, los
memoriosos recuerdan un humilde ranchito que supo ser el
cálido nido de un trovador nacido en estas tierras, el que al conjuro
de vaya a saber qué genes misteriosos supo abrevar en la inspiración
de la vida cotidiana y arrancar de su garganta gorjeos que hablaban de
sentimientos felices y contrariados, endechas de amor en forma
de valses preferencialmente.
Se llamaba Julio Contreras, filiación que con el correr de los años
se ganó con creces el Don reverencial de sus compueblanos, quienes
supieron apreciar los dones canoros y más que nada el genio creativo
de quién dedicaba esos afanes al solo efecto de dar cauce a sus
inquietudes sin que asomara ninguna especulación de retribución
más que el cálido mimo de un aplauso, a los que respondía con una
semisonrisa de agradecimiento.
Empleado municipal, si no me equivoco el único que supo tener un
remoto intendente de aquellos años primigenios de la cuasi aldea en
crecimiento, marcaba a pura pala de punta el trazado del ejido en
ciernes y el amago de urbanización que significaba para aquel entonces
una simple cuneta.
Con el correr de los años y en respuesta a su impecable trayectoria
como empleado fue elevado a la categoría de encargado del cementerio,
panteonero, responsable absoluto de ese lugar
donde reina el silencio y el recogimiento solo quebrado por el
susurrar de las ramas de los muchos árboles que hacen coro al rezo
casi silente de los muchos deudos que encienden velas y depositan
flores en las tumbas de sus seres queridos.
Más allá de sus obligaciones laborales Don Julio Contreras formó una
hermosa familia con una esposa que fue la luz de sus ojos, la que cada
domingo de toda su vida, hasta una dolorosa y repentina despedida, le
preparaba el traje negro, la camisa blanca y el sombrero.
Tocado de esa manera el hombre le pasaba el paño al segundo objeto de
sus amores, su reluciente guitarra, y la depositaba con amoroso
cuidado en el estuche negro, ornado en su interior de
sedoso terciopelo de color rojo. como la sangre de trovero que corría
por sus venas.
Como el torero que en el camerino repasa su traje de luces antes de
salir a la faena Don Julio revisaba su atuendo y luego se despedía de su amada esposa y rumbeaba
para el centro de la incipiente ciudad. En la mañana del domingo la
campana de la Iglesia Santa Rosa de Lima invitaba a los fieles a la
primera misa del día y en ese contexto el paso firme de Don Julio se
cruzaba con el de los parroquianos a quienes saludaba con una amble
sonrisa, el consiguiente cabeceo y la mano
diligente que ascendía hasta el ala del sombrero.
Su templo, perdón por la irreverencia, era el bar de Milet, sobre
Avenida Rivadavia, a pocos metros de la estación del ferrocarril
Belgrano, hoy terminal de ómnibus. En ese ámbito se daban cita
conspicuos personajes que a media mañana ya empezaban con las primeras
abluciones.
A medida que pasaban las horas el lugar adquiría mayor animación y era
el momento en que esa bulliciosa romería incentivada por la ingesta de
líquidos espirituosos daba paso a un silencio reverencial cuando el
hombrecito de traje negro con ceremonioso gesto abría el estuche y deslizaba entre sus brazos el objeto de sus amores.
Allí comenzaba la función que todos esperaban, la que daba paso a
sonoros aplausos cada vez que el celebrante ponía el punto final a un
vals, una milonga o una chacarera, casi siempre estas con tono
humorístico como la que contaba de su malhadada incursión por el Chaco
donde no le dieron paz los mosquitos y polvorines y al final dijo esto no es para
mí y me volví a Quimilí. .
O aquella otra que nombraba todas las marcas de vino porque según su
verba no le hacía gestos a ninguna. Pero la que despertaba entusiasmos
no tan sonoros pero si sentidos eran los valses, casi siempre
dedicados a su querida esposa.
Esta, su compañera tan amada y madre de nueve hijos, lo dejó solo en forma sorpresiva
sumiendo su vida en la oscuridad más opresiva, de tal manera
abrumadora que decidió guardar su guitarra para siempre, se juró nunca
más volver a tañer las seis cuerdas, esa prima cantarina, la cuarta
más sonora y el bronco sonido de la sexta se llamaron a silencio, como
su alma quebrantada.
Supo llegar a Quimilí un religioso, el padre Alfaro, docto, sapiente y
más que nada paciente, de otra manera no se entiende cómo sin saber
una palabra de quichua se decidió a aprender el dialecto, tomar
lecciones hasta con Don Domingo Bravo hasta conformar y convertirla en
materia de estudio en el ahora Colegio de las Escuelas Pías.
Capaz de sacar agua de las piedras el padre Alfaro creó un coro
polifónico que fue orgullo de la comunidad. Este padre Alfaro,
enterado por terceros de las cualidades de Don Julio Contreras llegó
hasta su casa y se dio de manos a boca con la cerrada negativa del
hombre de volver a empuñar la guitarra.
Empecinado, cabeza dura, terco como una mula como buen español, el
religioso fue minando la resistencia del empecinado trovador hasta que
al último lo convenció y se hizo el milagro, Don Julio Contreras
volvió a cantar y casi como un desahogo le mostró a su mentor la más
variada panoplia de sus creaciones, de las cuales tomo debida nota el
sacerdote.
Caía la tarde, el sol allá en el poniente teñía de rojo el verdor de
los montes, algarrobos, mistoles, quebrachos y tunales, era el
momento de volar hacia el nido como esos pájaros bulliciosos del
atardecer. El hombre de negro había cumplido con el ritual dominguero, sus oídos
rebosaban de aplausos y cariños los que eran miel sobre hojuelas en el
corazón de ese hombrecito pequeño pero gigante en el tiempo y en los sentimientos
de los quimilenses.
Quién por estos días transita por la calle Moreno, la calle del
cementerio o en el argot pueblerino de antaño, pa lao de Toledo, como
una elíptica referencia al viaje definitivo, se topa al final del
recorrido, con la moderna urbanización que precede al ingreso en la
necrópolis local, ámbito en continua expansión que está llegando casi hasta
la cercana ruta que conduce a Weisburd.
Ubicados en ese punto geográfico, hacia el lado izquierdo, los
memoriosos recuerdan un humilde ranchito que supo ser el
cálido nido de un trovador nacido en estas tierras, el que al conjuro
de vaya a saber qué genes misteriosos supo abrevar en la inspiración
de la vida cotidiana y arrancar de su garganta gorjeos que hablaban de
sentimientos felices y contrariados, endechas de amor en forma
de valses preferencialmente.
Se llamaba Julio Contreras, filiación que con el correr de los años
se ganó con creces el Don reverencial de sus compueblanos, quienes
supieron apreciar los dones canoros y más que nada el genio creativo
de quién dedicaba esos afanes al solo efecto de dar cauce a sus
inquietudes sin que asomara ninguna especulación de retribución
más que el cálido mimo de un aplauso, a los que respondía con una
semisonrisa de agradecimiento.
Empleado municipal, si no me equivoco el único que supo tener un
remoto intendente de aquellos años primigenios de la cuasi aldea en
crecimiento, marcaba a pura pala de punta el trazado del ejido en
ciernes y el amago de urbanización que significaba para aquel entonces
una simple cuneta.
Con el correr de los años y en respuesta a su impecable trayectoria
como empleado fue elevado a la categoría de encargado del cementerio,
panteonero, responsable absoluto de ese lugar
donde reina el silencio y el recogimiento solo quebrado por el
susurrar de las ramas de los muchos árboles que hacen coro al rezo
casi silente de los muchos deudos que encienden velas y depositan
flores en las tumbas de sus seres queridos.
Más allá de sus obligaciones laborales Don Julio Contreras formó una
hermosa familia con una esposa que fue la luz de sus ojos, la que cada
domingo de toda su vida, hasta una dolorosa y repentina despedida, le
preparaba el traje negro, la camisa blanca y el sombrero.
Tocado de esa manera el hombre le pasaba el paño al segundo objeto de
sus amores, su reluciente guitarra, y la depositaba con amoroso
cuidado en el estuche negro, ornado en su interior de
sedoso terciopelo de color rojo. como la sangre de trovero que corría
por sus venas.
Como el torero que en el camerino repasa su traje de luces antes de
salir a la faena Don Julio revisaba su atuendo y luego se despedía de su amada esposa y rumbeaba
para el centro de la incipiente ciudad. En la mañana del domingo la
campana de la Iglesia Santa Rosa de Lima invitaba a los fieles a la
primera misa del día y en ese contexto el paso firme de Don Julio se
cruzaba con el de los parroquianos a quienes saludaba con una amble
sonrisa, el consiguiente cabeceo y la mano
diligente que ascendía hasta el ala del sombrero.
Su templo, perdón por la irreverencia, era el bar de Milet, sobre
Avenida Rivadavia, a pocos metros de la estación del ferrocarril
Belgrano, hoy terminal de ómnibus. En ese ámbito se daban cita
conspicuos personajes que a media mañana ya empezaban con las primeras
abluciones.
A medida que pasaban las horas el lugar adquiría mayor animación y era
el momento en que esa bulliciosa romería incentivada por la ingesta de
líquidos espirituosos daba paso a un silencio reverencial cuando el
hombrecito de traje negro con ceremonioso gesto abría el estuche y deslizaba entre sus brazos el objeto de sus amores.
Allí comenzaba la función que todos esperaban, la que daba paso a
sonoros aplausos cada vez que el celebrante ponía el punto final a un
vals, una milonga o una chacarera, casi siempre estas con tono
humorístico como la que contaba de su malhadada incursión por el Chaco
donde no le dieron paz los mosquitos y polvorines y al final dijo esto no es para
mí y me volví a Quimilí. .
O aquella otra que nombraba todas las marcas de vino porque según su
verba no le hacía gestos a ninguna. Pero la que despertaba entusiasmos
no tan sonoros pero si sentidos eran los valses, casi siempre
dedicados a su querida esposa.
Esta, su compañera tan amada y madre de nueve hijos, lo dejó solo en forma sorpresiva
sumiendo su vida en la oscuridad más opresiva, de tal manera
abrumadora que decidió guardar su guitarra para siempre, se juró nunca
más volver a tañer las seis cuerdas, esa prima cantarina, la cuarta
más sonora y el bronco sonido de la sexta se llamaron a silencio, como
su alma quebrantada.
Supo llegar a Quimilí un religioso, el padre Alfaro, docto, sapiente y
más que nada paciente, de otra manera no se entiende cómo sin saber
una palabra de quichua se decidió a aprender el dialecto, tomar
lecciones hasta con Don Domingo Bravo hasta conformar y convertirla en
materia de estudio en el ahora Colegio de las Escuelas Pías.
Capaz de sacar agua de las piedras el padre Alfaro creó un coro
polifónico que fue orgullo de la comunidad. Este padre Alfaro,
enterado por terceros de las cualidades de Don Julio Contreras llegó
hasta su casa y se dio de manos a boca con la cerrada negativa del
hombre de volver a empuñar la guitarra.
Empecinado, cabeza dura, terco como una mula como buen español, el
religioso fue minando la resistencia del empecinado trovador hasta que
al último lo convenció y se hizo el milagro, Don Julio Contreras
volvió a cantar y casi como un desahogo le mostró a su mentor la más
variada panoplia de sus creaciones, de las cuales tomo debida nota el
sacerdote.
Caía la tarde, el sol allá en el poniente teñía de rojo el verdor de
los montes, algarrobos, mistoles, quebrachos y tunales, era el
momento de volar hacia el nido como esos pájaros bulliciosos del
atardecer. El hombre de negro había cumplido con el ritual dominguero, sus oídos
rebosaban de aplausos y cariños los que eran miel sobre hojuelas en el
corazón de ese hombrecito pequeño pero gigante en el tiempo y en los sentimientos
de los quimilenses.
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